Vaishnava Janaiho
Afueras de Kolkatta, India. 1758.
Todo está en calma. Se lo ha dicho el río. Los lotos siguen flotando impasiblemente, mientras ella mira su propio reflejo. Su sari blanco, su sari de viuda, está horriblemente manchado de sangre. Su espíritu está en paz. Está lleno de esa calmada sensación llena de incertidumbre que le indica que pronto sufrirá por lo que ha hecho. En medio de las estrellas nota el resplandor anaranjado que han dejado las llamas del Ashram. Ella solo clama a los dioses por perdón. Aún se engaña. Sabe que nunca le han respondido. Sabe que está fuera de sus planes. Sabe que los ha desafiado. Sabe que su karma la perseguirá por la eternidad. Se acurruca sobre el lago. Su rostro, su bello rostro moreno cetrino, de ojos claros, también tiene la sangre de sus compañeras. Aquellas infelices que él había matado para su propio beneficio. Sabe que está condenada.
Porque le había robado a los dioses su don. A Kali la había dejado burlada. Laskhmi jamás la protegería. Sabe que no existen. Lo supo en ese instante que su padre, un respetado Brahman de Kolkatta, había muerto por su culpa. Había muerto y jamás pudo recuperarlo. Eso era lo que más le dolía. Pero luego de estar 5 infames años en aquel Ashram, en aquel lugar donde las miserables que no elegían morir con sus maridos lo hacían en vida, y eran peor tratadas que los perros, por fin se había liberado. El la había ayudado. Él le había confirmado que su camino era el asesinato. El la deseaba tanto, que le había dado fuerzas, ahí en ese cuarto de castigo, para no ocultar lo que era. Era un ser sombra. Un ser que no merecía la luz, que ni siquiera la quería. Un ser que iba mas allá del Infierno, del Cielo. Un ser que había hecho del mal su eterno acompañante. La sangre no importaba. La sangre era el néctar que Vishnu había negado a los mortales, celosa de su poderío.
El acabó con Shakuntala. Le desgarró el cuello rápida e inclementemente. La vieja viuda ni siquiera se resistió. Lo mismo sucedió con Padma. La joven Tila solo rezaba, mientras la guardiana de las viudas, la cruel Alshana, esa vieja cruel y rencorosa, aquella que la había golpeado para “curarla” de su locura, se le había acercado con un hacha y una antorcha. El la vio con tal repugnancia, que comprendió su dolor, el dolor de la viuda ahí mismo. Todas las vejaciones a las que había sido sometida por parte de Alshana. Le quitó el hacha, y el mismo se la entregó.
“Debes hacer justicia. Tu misma debes vengarte” le dijo. Ella tembló. Nunca había matado a nadie en su vida. Solo había rescatado a seres del inmenso mundo de la muerte, violando las leyes estrictas de la reencarnación. Pero al ver el rostro de la vieja, el primer hachazo vino involuntariamente. Un hachazo en toda su cabeza. Ella había salido corriendo, mientras el tumbaba las velas. El Ashram se hacía cenizas.
Ella ruega a Laskhmi por perdón. Ruega porque su suplicio termine. Sabe que no la escuchará. Pero Lashkmi era la Diosa de la Fortuna, y en algo se acordaría de su pobre hija. De aquella pobre que , ahora sabía, jamás podría reencarnar. Él le daría aquel don de sangre que había sido una sombra de miedo en todos los relatos de las aldeas de India. Pronto vendrían los ingleses. Tendría que huir.
O tal vez podría….
Mira de nuevo su rostro. Sus cortos cabellos crecían poco a poco. Desordenados, ralos. Su boca está sucia. Sus mejillas tienen rubor, un rubor que solo es sangre. Era su paga por su don. No quería ir hasta el fondo del infierno cuando ya lo había hecho con su propia existencia.
Camina hacia el Ganges. Mira hacia la selva. Mira el humo que sale del Ashram. Mete los pies en las turbias aguas. Moriría del todo, así no reencarnase. La vida no tendría más que ofrecerle. Ni él podía ofrecerle respuesta. Solo tormento.
El agua llega hasta su cuello. Ella se coloca la mojada capa blanca. Dispone a perderse entre las aguas.
Trata de perder la conciencia, como lo había enseñado Siddartha Gautama hace siglos. Trata de no sufrir más.
De repente, una bocanada de aire la golpea en su rostro. Respira fuertemente, como un golpe, como una señal. Una fuerte mano la ha sacado hacia la orilla. Un rostro enigmático y sereno. Barba. Ojos grises. Piel dorada. El. El del turbante.
-No seas tan miserable, Pharvatti. Tu camino no ha terminado. He pagado ya la deuda de tu viudez. Tu destino me pertenece.
Y ella cierra los ojos, cansada, resignada y triste. Había sido una larga noche. Solo era el comienzo de todas las que le esperaban.
“Laskhmi, ayúdame”.
Y la conciencia se había ido. Tal y como SIddartha Gautama lo había enseñado hace siglos. La conciencia de una paria sin espíritu, con el Dharma más infame del mundo.
CONTINUARÁ…